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Una
sibila me mira intencionadamente. Está recostada sobre los bosques, divisando
el cielo, como queriendo escudriñar qué viajes emprenden las nubes, de qué
colores se visten y para qué viven los hombres. Su túnica tornasolada le
confiere elegancia —o mejor aun, una suave armonía que se contagia— y produce
visos inquietantes en el paisaje.
Las montañas de Sarguyo a
media tarde se convierten en sibila y, según les da el viento, dicen augurios o
lanzan advertencias… Advertencias que, al parecer de las gentes del lugar,
vienen muy al caso, porque siempre tocan materias que afectan a las conciencias
desprevenidas. Sin embargo, no son estas manifestaciones ni las más importantes
ni las más apreciadas. La gente valora mucho más el dulce arrullo de esta
mujer, su delicado consejo y hasta el adormecido deseo que emana de los
pliegues de su túnica.